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Un Manudo en Heredia

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Nacido y crecido en Tibás, fui bendecido por la sabiduría de mi padre al hacerme partidario de los colores rojinegros desde temprana edad. Pero, por las vueltas que da el mundo, fui a aterrizar en Heredia para hacer mi vida: estudio, trabajo y me desarrollo en la Ciudad de las Flores. Pueblo hermoso de gente amable, con un instinto de familia, un sistema vial caótico y el más intenso fervor futbolístico. Se acerca el cierre de los Torneos y las calles se pintan de amarillo y rojo. Se siente ese amor en las avenidas, en los rostros, en las miradas esperanzadas de todos los que esperaban oír resoplar al Huracán herediano una vez más.
El año pasado, por primera vez, viví una final en un bar florense. Veía a las personas abrazadas a la bandera, cercanas a llorar al ver la definición por penales que sólo yo parecía celebrar. Fue victoria nuestra, y de inmediato cayeron los ánimos. Las cabezas bajas, los corazones apesadumbrados y un especial individuo que dobló su bandera, y con lágrimas en los ojos, la guardó en su bulto mientras salía del lugar. Uno más que guardaba las esperanzas para el otro año, sumando otra derrota al historial, una temporada más sin ver a la copa en las manos del Team.
Pero el fútbol es pasión, y aquellos detractores que lo llaman "pan y circo" y que lo declaman solo moda no han estado inmersos en ese océano de gente y emoción. Aquellos que se declaran muy intelectuales, muy alternativos, muy anti-establecimiento. Que mejor se acercara la gente a la literatura, que trabajaran más, que apoyaran otros deportes. Los entiendo; soy un apasionado lector, educado con la intensa y orgullosa "chancleta" patriota de la UCR, pero también soy un humano. Vivo y respiro emociones, individuales, colectivas, y simbólicas. Y el fútbol, como evento social más que deporte, las incluye todas. Nunca he visto a mi abuela más estresada que con un partido de la "Sele", ni a mi padre tan molesto como con las decisiones de un árbitro, y en una familia poco religiosa, creo que a Santa Lucía no se le ora tanto como a la hora de un penal.
Este fin de semana, por la fuerza de convencimiento de mi pareja y una amiga, bajamos al centro de la Ciudad para acomodarnos a ver la final. Una llevaba la pasión heredada de su abuelo, y la otra un corazón que palpita en tonos de amarillo y rojo, y se desborda en gritos, risas y lágrimas con cada victoria y tragedia del equipo. Pero, por más que intentara ser neutral y disfrutar el partido, debo ser honesto: le echaba mis porras al Santos y escondido celebré la caída del primer gol, mientras los rostros de quienes atendieron con nosotros a aquel pequeño bar demostraban la más sincera de las preocupaciones, ese miedo profundo a repetir los mismos errores de los últimos años. Pero entonces, apareció Cancela, y como un héroe descendido de las mismas leyendas clavó un balón impresionante en el marco de Santos. La gente gritó, como si la misma victoria estuviera allí para ser conquistada. Los minutos eran contados como granos de arena, y los últimos momentos, la presión de Santos ponía a sudar a Heredia y la tensión se volvió palpable en el ambiente.
Entonces, el broche de oro: en el límite de los 90 minutos, un gol del "Mambo" Nuñez. El lugar estalló. Volaron las cervezas por el aire, y vi a mi amiga perderse dentro de un mar de camisas amarillas y rojas, y en ese momento lo sentí. Lo sentí como lo siento en el instante en que redacto estas palabras. El momento máximo del futbol: esa pasión instantánea que te recorre por completo, que entra por tus manos como un escalofrío que te sube por la espina dorsal y se anida en el estómago, como ese revoloteo intenso y esa sensación de vacío que te aturde y te declara, en lo inmediato del momento, que hay algo sucediendo que trasciende la materialidad. Completos desconocidos me abrazaban como si fuera familia, clamando por la odisea del Team que, una vez más, perfilaba como el campeón del balompié nacional. Dentro de la multitud busqué a mi pareja y a mi amiga; veían incrédulas la pantalla con lágrimas arremolinadas en el borde de sus ojos, y una mano que tapaba sus bocas como una oración silente a cual santo y divinidad les haya devuelto esa alegría a un pueblo entero. Me tiré a la calle con ellas y camuflado como el más ferviente de los Heredianos vi a toda una región gritar su amor por la camisa, por su pueblo y por esos elegidos que, en Guápiles, habían vuelto a cubrir de gloria sus calles. Niños y niñas, adolescentes, jóvenes adultos y adultos mayores inundaron un cantón que no refrenaba su alegría. Sonaban las campanas, alarmas, pitos, cornetas… Cualquier cosa que hiciera ruido. Una provincia entera que no cabía en sí misma y que se extendía al cielo vitoreando: Ninguno pudo con él.
Y ahí comprendí lo hermoso que es el fútbol, más allá de andar persiguiendo una pelota durante 90 minutos, su belleza se manifiesta en las graderías, en el pueblo, en esas gargantas afónicas con pasión, embriagadas con la más pura euforia. Que el deporte no es solo pan y circo, es la manifestación más íntegra de la existencia humana en ese completo éxtasis emocional. Es algo familiar, íntimo, enraizado con la misma esencia del ser costarricense, de apasionarse por la vida misma y encontrar, en los pequeños placeres de la vida, la semilla que germina la más sincera algarabía humana. Soy manudo, de corazón, y ese día celebré con un pueblo que volvió a sonreír cómo no lo hacía en más de 19 años.
Eso de que me lleven a ver partidos en pueblos nuevos :P
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© 2012 - 2024 mightyaramir
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Mary-Wildchild's avatar
"un sistema vial caótico"
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